Estos no, son de “cuello alto” amigos de los de “alzacuellos”, el fondo del asunto no les interesa, sino su posición en el mismo. Cuentan con – o son – buenos abogados, y recursos disponibles para poder pagarlos, no pretenden ser muchos sino que sean firmas conocidas, luego esperan al juzgado de turno, el que más les convenga, y presentan una querella utilizando la máxima jerga habitual: administración desleal, alterar el precio de las cosas, y lo que después añada su señoría si lo ha de menester. En ningún caso se preguntan si ha lugar que una Fundación Civil venda sus bienes para un mejor cumplimiento de sus fines sociales; tampoco si los ancianos asilados en un emblemático edificio viven en condiciones inadecuadas, no les interesa si entran humedades o se cae en pedazos, ni que el coste de la reparación sea superior a construir un edificio nuevo. Y menos aún quieren saber de curas que viven en un chalet de 400 metros cuadrados, o de la explotación irregular de un aparcamiento y sus cobros en “b”, simplemente ellos quieren ir a su “parroquia”, saben que es la capilla del asilo, y que las calles aledañas están llenas de templos, y que no hay “overbooking”, hay misas para todos y sacerdotes para confesarse; en la zona noble de la capital no hay carencias de culto, ni de oídos que escuchen con paciencia, ni de manos que santigüen, ni de almas consagradas que perdonen a los pecadores - que son muchos,- ni voces que aporten consuelo en la adversidad o acompañen en la enfermedad y la muerte. Eso sucede en otras zonas de la capital, y es otra Iglesia la que se desloma para atender tantas necesidades espirituales y sociales, ahí están muchas órdenes religiosas admirables, o la inmensa labor de Cáritas, con los ancianos desvalidos, con las mujeres víctimas de la trata, con los niños que pasan el día en el barro de las calles de sus barrios, ahí está el Padre Ángel, dando de comer en el centro de Madrid a los que acuden cada día a pedir antes de regresar a sus chabolas, o duermen hacinados en portales y soportales, él les da refugio y calor en el templo del Señor. A estos no los atiende el cura de la parroquia de san Jorge. Los feligreses que acuden a sus misas no necesitan limosnas sino las dan, ni qué comer ni dónde dormir, no visten ni harapos sino ropa de marca, necesitan verse en y después de misa, para reconocerse como parte del club de los triunfadores, son altos directivos, abogados, empresarios, médicos prestigiosos, la verdadera Iglesia de la zona, son los abajo firmantes, no les importa el fondo del asunto ni quién tiene razón, les interesa que nada cambie, “para qué?”.
En manos de un experto
Cuando vio de qué se trataba el asunto de los abajo firmantes, el señor Cardenal pidió auxilio a su amigo el Rector, y este le envió un cura de los buenos, de los que estudia mucho, de los que sacan títulos y doctorados, escriben libros y frecuentan tribunales, es de los que también pisan alfombras de palacios y comen en buenos restaurantes, ¡ay si las grabadoras funcionaran como es debido¡, es en las sobremesas donde la lengua escapa a su control, estamos entre amigos, ahí las frases malsonantes fluyen y los propósitos ocultos se desvelan, no son cenáculos habituales – recordad “las lentejas de Mona” en la capital – sino mentideros de negociación, se ponen las cartas boca arriba. Como experto en cuestiones vidriosas – escándalos – sabe que hay dos tipos de pena, la primera la dictan los medios de comunicación, no hay como filtrar algunos documentos y ocultar otros, publicar lo que se cobra, ignorar auditorías, informes económicos, denuncias de corrupción, actas, “se deja ver” lo que interesa, se dan algunos nombres, los medios titulan “Trama¡” “Expolio¡” ya se fija en ellos la atención, ya se les condena ante la opinión pública. La segunda, depende, pero los acusados ya están señalados ante su señoría y el entramado institucional y social, ya hay “opiniones formadas.”
Personas discretas
Este sacerdote es hombre culto, lean el capítulo “Algunas notas comunes del proceso inquisitivo y la misión de la Iglesia” de su afamado y laureado “excommunicamus et anathematisamus”, desde luego sabe lo que se trae entre manos, “Si observamos las fases del proceso, es sencillo reconocer este triple eje. Una vez que el inquisidor llegaba a un lugar, congregaba en la plaza pública a todos los habitantes de la zona, para invitar públicamente a través de la exhortación a todo aquel que se supiera culpable de algún delito contra la fe, por pequeña que fuera la falta cometida, a presentarse ante su autoridad de modo voluntario. Habitualmente, el tiempo que se concedía para la voluntaria confesión de los pecados contra la fe iba desde los 15 días hasta el mes. Aquellos que durante este “tiempo de gracia” –tempus gratiae sive indulgentiae– se presentaban y confesaban una falta que hasta entonces había permanecido escondida quedaban exentos de toda culpa pública y simplemente se les imponía una frugal penitencia de carácter secreto. Aquí vuelve a verse que el objetivo principal es la conversión del pecador, haciendo buenas la sentencia bíblica “Si autem impius egerit paenitentiam ab omnibus peccatis suis, quae operatus est, et custodierit universa praecepta mea et fecerit iudicium et iustitiam, vita vivet, non morietur” (Ez 18, 21), en Román paladino “Pero si el impío se aparta de todos sus pecados que cometió, y guarda todos mis estatutos y actúa conforme al derecho y la justicia, de cierto vivirá: no morirá”.
Después del tiempo de gracia se promulgaba un edicto por el cual todo aquel que conociese la existencia de actitudes sospechosas o heréticas tenía la obligación de denunciarlo ante la autoridad - diffamatio o infamia.- Los denunciados eran citados a través del cura del lugar. Sin embargo, no sólo aquellos que confesaban la profesión de doctrinas heréticas eran los únicos que entraban dentro de la jurisdicción de la Inquisición, pues a pesar de que era la infamia aquella que designaba a los que podían ser ajusticiables, en realidad todos aquellos sospechosos de conducta no ortodoxa caían bajo la autoridad de este tribunal. En un primer momento, la acusación era ejercida por los denunciantes, pero las terribles complejidades de estas acciones hicieron que se abandonase la acusación legal. Sin embargo, esto no implicaba que cualquier acusación fuese aceptada; en principio, el inquisidor debía fiarse sólo de personas discretas, para los enfrentamientos entre testigos y acusados, y no se admitían, al menos en un primer momento, que herejes acusaran a otros herejes, si bien también se abandonó esta práctica, pues, lógicamente, era normal que sólo aquellos que profesaban la misma doctrina conociesen sus prácticas secretas.”, es muy comprensivo nuestro autor, - eran otros tiempos sin duda,- con la ausencia de acusaciones legales. Como dice García Martín en “Proceso Inquisitorial, Proceso Regio”, esto era así “a pesar de los evidentes riesgos que comportaba para el autor de la acusación que no pudiese luego, a lo largo del proceso, probar los términos de la misma, porque según el Derecho penal común - Ley LXXXIII de Toro- al acusador temerario se le castigaba con la pena del talión” lástima que no esté en vigor. Así que vino con la lección aprendida, vio y la montó. Los abajo firmantes son “personas discretas”, gente de quien fiarse, saben a quién señalar para hacer daño. Continuará.